Reserva de Hoteis e Pousadas em Morro de Sao Paulo

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segunda-feira, 5 de julho de 2010

De Morro de São Paulo a Gamboa, baño de belleza

La primera vez que fui al Morro de San Pablo paré en una posada barata y llena de jóvenes aventureros/as de varias regiones del mundo. Por la noche y antes de salir, solíamos comer juntos. Aquellos a quienes les tocaba cocinar, se ocupaban de hacernos degustar los platos típicos de cada uno de sus países, al menos los que era posible hacer con los ingredientes que se podían conseguir en el Morro, en Valença o en Bahía. A esas “degustaciones” venían algunas muchachas o chicos del lugar, amigos del dueño o de los huéspedes.
Posada

La posada se llamaba “Do ônibus”, y tenía dibujados en su frente dos ómnibus amarillos con cabecitas “reaggees” en las ventanillas. Muy gracioso en un lugar donde no hay transporte público que no sean barcos, y ni un solo automóvil. Los chiquitos que no habían salido nunca de la isla se quedaban mirándolos, embelesados con las ruedas de los colectivos y las rastas de sus pasajeros. Estaba ubicada más allá de la Fuente Grande, camino a la laguna y enfrentada a la escalera que sube a la “mangaba”. Entonces no había escalera, sino una ladera trabajada por los pies de los que trepaban.



Allí conocí a Neusinha, uno de los personajes más amorosos y pintorescos del Morro de entonces (principio de los noventa), que merece un espacio propio. Pero hoy quería contarles otra cosa.

Un día Neusinha me dijo algo así como “a gente va fazer um banho de belheza, eu procuro você, amanhà cedo”, con lo cual quedamos comprometidas para el día siguiente, pues yo le obedecía en todo por varias razones. Ella era nativa y gran conocedora, mi portugués no me permitía argumentar ni averiguar mucho, y por último, nada tenía que hacer más que dejarme llevar por lo que surgiera.

Así fue como me dispuse a ir a un spa, o algo semejante, lo cual me pareció raro, pero…cosas vederes, Sancho, que no creyeres”, dijo el Quijote que sabía más que yo.

Caminamos hasta la Fuente Grande y de allí por la Rua Porto da Cima (bueno, rua es un decir: caminito sombreado por árboles de manga y otros, con suelo de arena como todos los de allí…lindo, lindo), hasta bajar por las playas que van hacia el pueblo de Gamboa. Luego de unos quince minutos de caminata y conversa en portuñol, ya sabía de qué se trataba. Estábamos yendo hacia la “archilla”, un sitio donde la montaña está cortada a pique por la erosión del mar, dejando ver su interior, de colores rosado o amarillo intensos según la veta.

Mientras Neu me explicaba los poderes embellecedores de esa arcilla humedecida por vertientes naturales, y los nativos que van y vienen de Gamboa al Morro nos saludaban alegremente (¡Jesús!, ¿qué hacen con sus tristezas?, me preguntaba asombrada entonces, hoy creo saberlo) yo iba mirando ese mar, esos verdes turquesa -que no por explotados en las publicidades de turismo de cualquier playa tropical dejan de ser bellos-, mas esos verdes vivos de la selva que caía en hojas, flores o frutos sobre la playa.


hacia Gamboa

Nos bañamos en el mar y luego nos embadurnamos todo el cuerpo, incluidos cara y pelo con la arcilla rosa (la mejor, dijo). Así, zombis rosados, mientras tomábamos una siestita de brazos abiertos a pleno sol, nos fuimos endureciendo sobre la playa tal cual esculturas de arena. Cuando nuestra cubierta se fue calentando y resquebrajando, volvimos al agua para sacarnos la arcilla. La piel quedó suave como la seda, fresca y turgente. El pelo, revitalizado.

En estado de total satisfacción por tan buen tratamiento a tan bajo costo, seguimos hasta Gamboa donde comimos unas ostras de río con caldo picante y una cerveza bajo un enorme árbol llamado amendoeira. ¡Qué placer! Tanto como ahora que lo recuerdo desde Buenos Aires, aún con 30º en mi departamento y un plato de arroz blanco con dos salchichas como almuerzo. No me quejo, Buenos Aires tiene lo suyo.

Pero seguiré realizando esa rutina cada vez que vaya, y la recomiendo. Sin arcilla rosa, no es Morro.

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